El cuerpo de los mamíferos no es estéril: albergamos infinidad de microorganismos que se concentran en determinadas partes de nuestra anatomía. Aunque tenemos varias microbiotas, en los últimos años está siendo objeto de estudio especialmente la microbiota intestinal: es el ecosistema que forman todos esos microorganismos que habitan nuestro tracto gastrointestinal. Este ecosistema incluye especies nativas, que adquirimos al nacer y durante las primeras semanas de desarrollo, y una serie de especies variables que ingerimos a través de los alimentos y nos transitan temporalmente.

Durante décadas se ha ignorado su importancia, pero hoy sabemos de la existencia de una comunicación directa entre estos microorganismos y nuestro cerebro. Generar y mantener la diversidad y el equilibrio en la microbiota es un nuevo objetivo clínico para la promoción de salud y la prevención de enfermedades. Seguro que te suenan palabras como serotonina o melatonina, aunque sea de los anuncios de suplementos “relajantes”: son neurotransmisores que nuestro cuerpo sintetiza (en gran medida) en la microbiota intestinal.

Microbiota en perros

En modelos con ratones se ha comprobado que algunas áreas cerebrales han sido afectadas por manipulaciones de la microbiota. Durante el neurodesarrollo, el cerebro es sensible a las señales que recibe de ella y puede sufrir defectos estructurales o funcionales. Se ha demostrado que infecciones originadas en este período, pueden generar trastornos como autismo y esquizofrenia, y vinculan ya ciertos problemas digestivos en humanos con enfermedades como la depresión. En perros, aunque los estudios son escasos, se ha evidenciado una relación directa entre ciertos nutrientes y el metabolismo de los neurotransmisores.

Multitud de factores intervienen en la composición de la microbiota de un perro, desde su edad hasta el manejo del guía. La actividad física compensa el cortisol y otras hormonas del estrés. La raza, seleccionada para cumplir propósitos humanos como pastoreo o vigilancia, influye en sus instintos, en su fisiología y en su comportamiento, y a menudo están reñidos con el estilo de vida que les proporcionamos. El estrés derivado de la insatisfacción de estas conductas naturales puede provocar alteraciones intestinales que les llevan al bucle estrés-problema digestivo, pudiendo derivar en estrés crónico. La sobrevacunación o el abuso de medicamentos provocan, necesariamente, cambios relevantes en la composición microbiana de nuestros perros.

Las funciones de la micribiota intestinal en nuestros organismos son casi infinitas. Algunas resultan más evidentes, como regular la motilidad intestinal y asimilar nutrientes. Otras, parecen más alejadas de los propósitos de un órgano meramente digestivo: por ejemplo, produce la mayor parte de las células inmunitarias. Elaine Hsiao (Universidad de California) publicó cómo ciertos
metabolitos de la flora bacteriana promueven la producción de serotonina en el colon; estas células forman 60% de la serotonina periférica en ratones y más del 90% en humanos, razón por la que la comida puede saciar estados de nerviosismo o intranquilidad.

La microbiota y los metabolitos que se generan en el intestino a partir de la dieta, configuran señales neurales y endocrinas que influyen en órganos distantes. De este modo, contribuye a funciones tan diversas como el balance energético (ingesta, gasto, metabolismo de la glucosa…), u otras que dependen del sistema nervioso central, como funciones cognitivas o modular el estado de ánimo y el comportamiento. De estas nuevas evidencias surge el “nuevo” interés por el eje microbiota-intestino-cerebro.

Son muchos los motivos por los que la dieta de nuestros perros, los medicamentos que les damos o cuánto estrés soportan a diario deben llevarnos a reflexionar, especialmente si nuestro compañero sufre problemas de salud o de convivencia.


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